Mi (des)ayuno, un proceso de cambio
“La comida más importante del día” así es como se ha etiquetado a esa primera ingesta matutina. Pero ¿Qué hay de cierto en esa afirmación?
Desde que comenzó la pandemia he insistido mucho a mis pacientes para que dejen que su cuerpo les diga si necesitan realizar esa ingesta nada más levantarse, o no. Que aprendamos a escucharnos.
Muchos con el teletrabajo, tenéis más fácil poder hacerlo después de un rato, sin miedo a que “te quedes a falta de energía” a mitad de tu jornada laboral.
La idea es que cuando el cuerpo realmente sienta dicha falta de energía, rompamos ese ayuno. Des-ayunar, lo que implica es eso. Da igual qué hora del día sea y con qué alimento lo hagamos.
Tras casi 4 años en consulta, de un ir y venir de cambios en mi alimentación; hace tiempo valoré que no hay mejor ejemplo de un proceso de cambio, que el que ha experimentado mi desayuno con el paso de los años.
No quiero que penséis que lo que yo hago ahora sea lo mejor, solo quiero contaros mi experiencia personal, para que valoréis que todos tenemos épocas, que no deben ser juzgadas, si no analizadas, para poder sacar de cada una de ellas un aprendizaje.
He de confesar que de pequeña tenía la cabeza bastante dura, y lo que siempre me recuerdan mis padres es que era “bastante rarita para comer”. Y es cierto, ellos me ofrecían de todo, pero pertenecía a ese grupo de personas sin mucho afán por comer. Sé a ciencia cierta, que seguir las pautas que les recomendaba el pediatra, y la propia sociedad, les costó unos esfuerzos terribles.
La tarea de “hacer un desayuno” antes de ir a clase, resultaba de un verdadero caos en casa. Probaron con el mítico colacao, leche sola, yogures de todo tipo, petit suise, incluso natillas (como veis, la industria láctea y la sensación de que cualquiera de sus opciones es la mejor para empezar el día, encajaba también en mi casa).
Recuerdo estar más de media hora para comerme una natilla… y eso que me gustaban mucho, ¡como recuerdo ese rinconcito de la mesa donde me pasaba un buen rato para desayunar porque a mí no me entraba la comida recién levantada!
Años más tarde, cuando ya comenzaba a tener el control de lo que desayunaba, empecé a imitar el desayuno que siempre ha hecho mi padre (y gran parte de la población en este país): un zumo natural de naranja, tostadas con mantequilla, y el vasito de leche con un toque de nesquik (y digo un toque porque en casa nunca hemos sido de teñir la leche de un color intenso). Así trascurrieron mis años de instituto. En los que mi recuerdo es hacer un desayuno bastante contundente, ya que eran muchas las horas que pasaban hasta que volvíamos a casa.
Posteriormente, di el salto a la universidad, ese paso que todos estamos deseando, sintiendo que nos hacíamos adultos solo con el hecho de salir de casa.
Tuve que irme a otra ciudad para poder estudiar los 4 años que requiere el Grado de Nutrición Humana y Dietética. ¿Y qué le ocurre a alguien normalmente cuando sale a estudiar fuera? Exacto, que suele ir a una residencia de estudiantes, y que eso suele conllevar efectos no muy deseados en lo que a la alimentación se refiere.
He de decir, que el desayuno fue quizá lo que menos cambio con respecto a lo que estaba haciendo en casa, que era lo que, para mí, en ese momento, “estaba bien”. Seguí con mi vaso de leche con cacao azucarado (eso sí, que llevaba yo, porque el que nos ofrecían en la residencia me resultaba demasiado dulce), mi zumo de naranja y mis tostadas. Por supuesto no revisaba el pan, era el pan de molde que nos ofrecían, y aunque no le ponía mermelada, doña tiquismiquis se llevaba su tarrina de Tulipan, porque no le gustaba cualquier cosa.
Otra muestra de que cada uno sus rutinas, sus manías, y como acostumbre su paladar, sus gustos.
Así pasaron los cursos, fui aprendiendo más cosas, dentro y fuera de clase. Nos cambiamos de la resi, al piso, y mis desayunos empezaron a modificarse, poquito a poco.
Fui analizando ingredientes (ya era hora) y así cambió el pan; el Nesquik empezó a reducirse en favor del café, por el hecho de que aumentaban las horas de estudio y no así las de sueño…Pero claro, el paladar estaba hecho a sabores dulces, por lo que no dudéis que esos primeros cafés llevaban una o dos cucharaditas de azúcar. Aparecían piezas de fruta entera; y en cuanto al Tulipán, acabó por desaparecer, dando paso al aceite, al tomate, e incluso al aguacate.
También es cierto, que la edad y la ansiedad de los últimos cursos, hizo que muchas veces desayunase galletas, cereales azucarados y bollería. Vamos, que no os penséis que el hecho de aprender sobre nutrición hacía que comiésemos mucho mejor en esa época.
Diciembre de 2015, terminaba mi vida universitaria, volví a casa. Fue en esos primeros meses en casa, de cambios, pero con más tiempo, menos obligaciones, menos horarios, rutinas… “la nueva vida”, me dio pie a experimentar en cuanto a los desayunos. Así que empecé a hacer cambios y a salir de mi zona de confort.
Fui experimentando con distintas opciones, incluyendo ayunos intermitentes; valorando cuándo necesito y qué me apetece.
ESCUCHARSE. Algo que tanto trabajo en consulta, y bien saben mis pacientes, que es fundamental. Valorar cómo me levanto, si tengo hambre o no, si necesito un café para despertarme, o si me levanto sin apetito y puedo esperar unas horas hasta sentir que necesito energía a media mañana (o cuando sea).
Llegamos a la actualidad, diciembre 2020. Hace unos días hice una encuesta en Instagram para valorar qué idea hay sobre el desayuno entre mis seguidores. De ella pude concluir que un 75% de las reacciones desayuna, frente a un 25% que no lo hace.
Para mi sorpresa, una sola persona me hizo el comentario que buscaba: Pero Raquel “si mi primera comida es a las 14h, eso también es desayunar, ¿no?”.
Entre las respuestas observo dos tendencias: la dulce, que os aferráis al azúcar de color marrón sobre leche, y al zumo. Unos con galletas y otros con tostadas más dulces. La opción más salada, incluye huevos y tostadas diversas; pero un desayuno generalmente distinto a lo que nos marcan las costumbres en nuestro país. Lo cual me alegra.
También tengo respuestas de “esto, pero, no siempre desayuno”. Y eso es lo primero que quería que os lleve a la reflexión de este texto. Que procuremos ESCUCHARNOS, y valorar lo que necesitamos realmente. Esta tarea no es algo que se consigue de la noche a la mañana, ya que la sociedad se ha encargado de insistir en que hagamos esa ingesta casi sin habernos quitado la legaña, sin valorar que igual cenamos hace 7 horas, y nuestro cuerpo tiene energía ya de sobra para empezar a funcionar.
Entonces, qué creéis, ¿hacemos ingestas muchas veces por inercia? ¿por miedo a no tener energía suficiente el resto del día?, y sobre todo y lo más importante ¿ qué estamos incluyendo en esas colaciones?